sábado, 14 de agosto de 2010

El juguete del pobre.

Quiero sugerir una diversión inocente. ¡Hay tan pocos entretenimientos que no sean culpables! Cuando salga usted por la mañana con el decidido propósito de vagar por las grandes rutas, llene sus bolsillos de esos diminutos inventos que cuestan un céntimo -como el polichinela plano movido por un solo hilo, los herreros que martillan el yunque, el jinete y su cabalgadura que tiene un silbato por cola- y a lo largo de las tabernas, al pie de los árboles, regálelos a los niños desconocidos y pobres que encuentre. Verá usted como sus ojos se agrandan desmesuradamente. Primero no osarán tomarlos, dudando de su propia felicidad. Luego sus manos empuñarán vivamente el obsequio, y los niños huirán como los gatos que, habiendo aprendido a desconfiar del hombre, van a comerse lejos el trozo que han recibido. En un camino, tras la verja de un vasto jardín, a cuyo término surgía la blancura de un bonito castillo asaetado por el sol, había un niño lindo y fresco, vestido con esas ropas de campo tan llenas de coquetería.
El lujo, la despreocupación y el espectáculo habitual de la riqueza tornan tan hermosos a estos niños, que, comparados con los hijos de la mediocridad y la pobreza, parecen hechos de otra pasta. Junto a él yacía, sobre la hierba, un juguete espléndido, tan flamante como su dueño; barnizado, dorado, de ropaje purpúreo y cubierto de plumas y abalorios. Pero el niño no atendía a su juguete predilecto. He aquí que lo miraba: Del otro lado de la verja, en el camino, entre cardos y ortigas, había otro niño, sucio, endeble, ennegrecido, uno de esos pequeños parias cuya belleza un ojo imparcial descubriría si, tal como el ojo del entendido adivina una pintura ideal bajo un barniz de carrocero, lo lavara de la repugnante pátina de la miseria. A través de esos barrotes que simbólicamente separaban dos mundos, la carretera y el castillo, el niño pobre mostraba su propio juguete al niño rico, que lo examinaba ávidamente, como un objeto raro y desconocido. Ahora bien: ese juguete, que el chiquillo sucio fastidiaba, agitaba y sacudía en una jaula de alambre, ¡era una rata viva! Los padres, sin duda por economía, habían extraído el juguete de la vida misma. Y los niños se reían fraternalmente entre sí con dientes de idéntica blancura.♠


Charles Baudelaire.