jueves, 24 de enero de 2013

Vierte, corazón, tu pena
donde no se llegue a ver,
por soberbia, y por no ser
motivo de pena ajena.

Yo te quiero, verso amigo,

porque cuando siento el pecho
ya muy cargado y deshecho
parto la carga contigo.

Tú me sufres, tú aposentas

en tu regazo amoroso,
todo mi amor doloroso,
todas mis ansias y afrentas.

Tú, porque yo pueda en calma

amar y hacer bien, consientes
en enturbiar tus corrientes
con cuanto me agobia el alma.

Tú, porque yo cruce fiero

la tierra, y sin odio y puro,
te arrastras, pálido y duro,
mi amoroso compañero.

Mi vida así se encamina

al cielo limpia y serena,
y tú me cargas mi pena
con tu paciencia divina.

Y porque mi cruel costumbre

de echarme en ti te desvía
de tu dichosa armonía
y natural mansedumbre;

porque mis penas arrojo

sobre tu seno, y lo azotan,
y tu corriente alborotan,
y acá lívido, allá rojo.

Blanco allá como la muerte,

ora arremetes y ruges,
ora con el peso crujes
de un dolor más que tú fuerte.

¿Habré, como me aconseja

un corazón mal nacido,
de dejar en el olvido
a aquel que nunca me deja?

¡Verso, nos hablan de un Dios

adonde van los difuntos:
verso, o nos condenan juntos,
o nos salvamos los dos!

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